jueves, 30 de abril de 2015

Andreas Lubitz y las 149 sombras de un nombre

"Estamos en el tiempo del final de las ilusiones, del descreimiento de cualquier sueño colectivo", nos decía el Dr.Pérez-Sánchez en unas jornadas de A.B.E  (Asociación Bick España)
¿Será esta una de las razones por las que se tiende actualmente a colectivizar los asesinatos, a matar en masa, a poner de moda el genocidio?
Se secuestran y asesinan estudiantes, estrellamos aviones, se atacan hospitales, iglesias, mezquitas, escuelas.  No se discrimina a la población civil, en la que abundan las mujeres y los niños, de los soldados o mercenarios.  La sinrazón anda suelta y nos estamos volviendo un poco más locos y crueles.

Europa niega un plan de ayuda para atajar de raíz el problema de la emigración masiva de muchas naciones de Äfrica, cuya mayoría de pobres desgraciados encuentran su hogar definitivo en los avernos del fondo del mar Mediterráneo.
Cuando me disponía a escribir sobre Andreas Lubitz, otra desgracia toma cuerpo de la mano en ballesta y machete de un adolescente del IES Joan Fuster de Barcelona, que asesina a un profesor e hiere a otras personas.

Parto de la premisa de que la prevención total de este tipo de sucesos es prácticamente imposible y que incrementar las medidas de control no sólo no resuelve el problema, sino que daña las libertades individuales y favorece muchas otras formas de abuso desde la administración.
Lo más razonable sería "afinar" un tipo de escucha que los dispositivos públicos de salud mental y de seguridad desestiman.
Se escucha el síntoma y el sistema aprieta la tecla de su fármaco correspondiente, sin hurgar más allá sobre los orígenes de ese malestar, su correcto diagnóstico y el pronóstico de la posible deriva futura del sujeto paciente.

Si Andreas Lubitz hubiese tenido este tipo de escucha (la analítica, que también contempla el síntoma) en el 2.009, cuando consultó por depresión, quizá se le hubiese recetado un cóctel del ansiolíticos y antidepresivos, y se le habría conminado a una psicoterapia, para trabajar lo que subyacía latente en ese malestar.  ¿Porqué toda esa búsqueda de sentido que diese algún tipo de explicación de semejante tragedia no se buscó también en la tragedia personal que traía Andreas con su depresión?  ¿Porqué buscamos el sentido a hechos consumados y no en sus indicios? ¿somos morbosos aparte de estúpidos?

Algunos colegas postulan que se trataba de un cuadro melancólico (un melancólico cabreado es altamente peligroso) con graves problemas de identidad y profundo vacío existencial.  Alguien que o se postulaba como piloto o no era nadie.  Alguien que sólo podía agarrarse al significante piloto para poder llevar su vida a buen puerto, aéreo en este caso. Al darle la baja, se le vino todo abajo y nunca mejor dicho.
Yo tengo mis reservas diagnósticas, habida cuenta de la escasez de datos disponibles o verificables, pero me inclino más por un trastorno paranoico con posibles núcleos melancólicos, diagnóstico que también me parece pertinente para este adolescente de 13 años, pobre chaval angustiado y solitario,irascible y taciturno que no supo ayudarse a sí mismo ni siquiera para compartir la culpa con su cómplice, y que probablemente tuvo muchas dificultades internas para transitar hacia una parafrenia, que era el lugar que le esperaba, un lugar estático y sin tiempo, pero, al menos exento de amenazas, aunque en este caso los núcleos son más esquizoides que melanclólicos.

Andreas Lubitz tuvo que cometer una hecatombe para ponerse un nombre a costa de otros 149 seres humanos y ser alguien mientras aparecía en los medios de información o en las televisiones de todo el mundo. El adolescente de la ballesta tuvo que matar a sus "perseguidores" para aplacar la angustia psicótica insoportable que le invadía.

¿Es que hemos guardado la ternura para sacarla exclusivamente con nuestras mascotas? ¡Qué lejos estamos de la ciudad ideal o virtuosa de la que nos hablaba el sabio Abu Nasr al-Farabi.