martes, 21 de octubre de 2014

Tarjetas opacas para gente opaca. ¿Padecen los españoles el síndrome de Nagasaki?

El síndrome en cuestión podría definirse de la siguiente manera:  (....)  lo hecho una vez puede repetirse muchas veces con pruritos cada vez más débiles; a cada caso sucesivo mayor, mayor naturalidad e informalidad, y menos deliberaciones o motivos.
Günther Anders, desarrollador de este síndrome, explica de esta manera la progresiva desensibilización frente a lo monstruoso, a través de una especie de habituación y acomodación a cualquier cosa, por ignominiosa  que sea:  "si aquello a lo que propiamente habría que reaccionar se torna desmesurado, también nuestra capacidad de sentir desfallece.  Ya afecte esta "desmesura" a proyectos, logros productivos o acciones realizadas, el "demasiado grande" nos deja fríos, o mejor dicho, ni siquiera fríos, sino completamente indiferentes:  nos convertimos en "analfabetos emocionales", que enfrentados a textos demasiado grandes, somos ya incapaces de reconocer lo que tenemos ante sí.

Seis millones no es para nosotros más que un simple número, mientras que la evocación del asesinato de diez personas quizá  cause todavía alguna resonancia en nosotros, y el asesinato de un sólo ser humano nos llene de horror" (1)

Anders pone el dedo en la llaga al postular que nos encontramos ante un desfallecimiento que tiene una consecuencia trágica: la de hacer posible la repetición de lo peor.  Y ello sucede porque lo que desfallece es el sentimiento de responsabilidad.  Anders sostiene que cuanto más complejo se hace el aparato en el que estamos inmersos, cuanto mayores son sus efectos, tanto menor es la visión que tenemos de los mismos y tanto más se complica nuestra posibilidad de comprender los procesos de los que formamos parte o de entender realmente lo que está en juego en ellos.

Hemos pasado de ver el rostro asustado e iracundo de quien estaba a punto de atravesarnos con su bayoneta en las trincheras de la 1ª Guerra Mundial, a unos padres (pues la mayoría de víctimas de las guerras actuales son civiles) desgarrados por el despedazamiento de su hijo a cargo de un ligero aeroplano (dron) sin piloto, pero cargado de bombas y radares.  Muerte ejecutada a larga distancia por sistemas informatizados, que requieren la supervisión de unos señores que han programado el ataque en su horario laboral y que se irán a comer tan tranquilos sin ser conscientes de las atrocidades cometidas.

Nadie vió caer la bomba, nadie asume en su conciencia la muerte de esos inocentes ni de la injusticia de la guerra en sí, por inevitables que sean.  Nunca hubieron tantos Poncio Pilatos sueltos como en los tiempos que corren, ni fueron tan grandes las albercas donde lavarse las manos manchadas de sangre.

Retomando el síndrome de Nagasaki, ya da igual sin son 87 o 5000 los beneficiarios de las tarjetas negras de Caja Madrid o Bankia, que yo rebautizaría como "Tarjeta Papá Noël & Alí-Babá".
La indignación ya no puede crecer más en función del número de ladrones, ni de la cuantía de lo robado. Nuestro aparato mental no está preparado para soportar semejantes incrementos de rabia e impotencia y opta por desconectarse.  Al igual que un excesivo incremento del dolor físico nos conduce al desmayo y pérdida de conciencia.  No voy a repetir ese tópico mentiroso de que la Naturaleza es sabia; pues de lo contrario no estaríamos en el mundo, salvo el reino vegetal y el animal.  La especie humana es necia, cobarde y miedosa.

¿Padece España el síndrome de Nagasaki? ¿Estamos ya anestesiados ante tanta corrupción y maldad?
¿Nos hemos inmunizado totalmente contra la reacción y nos volvemos cómplices de los delincuentes en ese invisible puente aéreo de Nagasaki a Estocolmo?  ¿Podremos despertar?  Claro que PODEMOS.

(1). Anders, G.  Nosotros los hijos de Eichmann.
Muchos de los datos los he obtenido de este estupendo libro que acaba de publicar el Dr.Josep Moya, titulado:  "Maldad, culpa y responsabilidad".   Os lo recomiendo.

viernes, 10 de octubre de 2014

¿Cristianismo versus Islamismo?

Todas las religiones tienden a expansionarse bajo el precepto de que poseen una semilla verdad (la única con derecho a germinar), que debe encontrar nuevas tierras donde ser abonada.
Los católicos condujeron sus cruzadas hasta Jerusalén y diseminaron a sus misioneros a lo largo y ancho de este mundo.
El Islam hizo lo propio y su expansión por Europa fue frenada en el sur de Francia (Poitiers), al tiempo que "Alá-rgaron" su Alcorán por amplias zonas de Asia y África.

La civilización occidental, vamos a llamar moderna, industrializada, alienante y consumista, choca con la cultura islámica, apegada a sus ancestrales tradiciones, al comercio general y a una industria más bien ligera y manufacturera, salvo contadas excepciones.

Que nuestra mente prejuiciosa no nos induzca a pensar que la conocida como civilización tecnológica es superior a la suya, más anclada en el Antiguo Régimen.  De hecho en aras a esa modernidad, nos estamos cargando el planeta y a la mayoría de sus especies.

En la sociedad de las etiquetas en la que vivimos, un niño movido, agitado o excitado, ya no es un niño sino un TDA, el que bebe con cierta frecuencia, un borracho, y el que fuma más "petas" de la cuenta, un porrero o drogata.   El que coloca bombas no es un "bombero" (es broma), sino un terrorista.
Reducimos las personas a una etiqueta, a una caricatura o a un código, vaciándola de toda su complejidad y riqueza de matices. Es más fácil desplazar el odio hacia unos cuantos "terroristas" que analizar el entramado de causas-efectos que trasladan los muertos de Bagdad a un tren de cercanías en Atocha (Madrid). Unas víctimas conducen a otras en una invisible cadena metonímica.

Pero con ese hilo discursivo habría que pedir responsabilidades a determinadas personas con nombres y apellidos y el causante no los pone ni el terrorista tampoco. Les mató el anonimato, como ahora nos mata nuestra desidia, codicia y maldad con África, a través del ébola.  La globalización tecnológica no puede ir separada de la globalización del reparto de la riqueza y de la justicia, de lo contrario globalizaremos la destrucción y la muerte, que parece ser el camino elegido por ciertas élites.

Como quiera que los terroristas proliferan como setas, ahora ya no son una colla de desperdigados, sino que han accedido al estatus de Estado a través de su propio proceso de globalización de respuesta a la globalización del llamado primer mundo.

Se enarbola en los informativos la palabra YIHAD islámica como sinónimo del reino infernal de Pandemónium, cuando en realidad, si nos remitimos a las fuentes que ya manaban en el S.X, podemos beber en el cuenco de las manos del sabio Avicena, la siguiente descripción:

"Para el ejercicio concreto del poder se necesitan además dos virtudes principales: capacidad de mando y sabiduría (hoy en día son optativas); cuando estas virtudes faltan en el gobernante, es lícita su deposición, aunque no obligatoria (por eso nuestro presidente no dimite).
Las sociedades que no estén regidas por la ley o que estén gobernadas por tiranos (los ha habido siempre) deben encaminarse hacia un gobierno legítimo; de persistir en la injusta organización o en su régimen tiránico, DEBEN SER COMBATIDAS Y DESTRUIDAS POR LA FUERZA (YIHAD).
El fin de esta es idéntico al de las medidas coercitivas y a las leyes generales: RESTAURAR EL ORDEN ALTERADO Y EVITAR LA DESTRUCCIÓN DE LA UNIDAD Y EL ORDEN COMÚN, MANTENIENDO EL EQUILIBRIO INTERNACIONAL, NACIONAL E INDIVIDUAL QUE CONSTITUYE LA JUSTICIA, LA MÁS ALTA DE TODAS LAS VIRTUDES, cuya misión consiste en promover, proteger y controlar todas las actividades convenientes al perfeccionamiento humano".

Según se deduce del texto avicénico, rabiosamente actual, la YIHAD islámica pretende recuperar la esencia pura del Islam, desprovista de las contaminaciones degradantes y alienantes de Occidente. Antes de acabar este escrito he visto en TV que circula por internet un vídeo de muy mal gusto y pésima calidad humana, que trata de ridiculizar las tradiciones islámicas, poniendo lo nuestro "moderno" como modelo.  O sea que dejadme la Mezquita de Córdoba como estaba y no amancebadla con catedrales cristianas, ¡menudo engendro!.

Que los lugares polvorientos, inhóspitos y repletos de gentes andrajosas que nos muestran a diario los noticieros, provinientes de Afganistán, Irak, Siria o Egipto, no nos muevan a confusión pensando que son pueblos atrasados, incultos e inferiores a nosotros. ¡Ojo! Son pobres en lo material (también nosotros tenemos mucha pobreza), pero tras ellos y en sus espíritus hay una cultura milenaria (persas, asirios, babilonios, shiís, sunís, egipcios y un largo etcétera), una sabiduría ancestral y un saber vivir y gozar del mundo y de las cosas realmente importantes de la vida, que para nosotros querríamos en nuestra sociedad alienada y aborregada en el egoísmo materialista, el egocentrismo y la anulación del sujeto, en la que estamos inmersos. GLOBALICEMOS EL ENRIQUECIMIENTO MUTUO Y EL RESPETO POR LAS DIFERENCIAS.  MALDITOS SEAN QUIENES PROPAGAN EL MAL Y EL ODIO POR EL MUNDO, ESTÉN EN EL BANDO QUE ESTÉN.